Los hombres y las mujeres arawak, desnudos, morenos y presos de la perplejidad, emergieron de sus poblados hacia las playas de la isla y se adentraron en las aguas para ver más de cerca el extraño barco. Cuando Colón y sus marineros desembarcaron portando espadas y hablando de forma rara, los nativos arawak corrieron a darles la bienvenida, a llevarles alimentos, agua y obsequios. Después Colón escribió en su diario:
«Nos trajeron loros y bolas de algodón y lanzas y muchas otras cosas más que cambiaron por cuentas y cascabeles de halcón No tuvieron ningún inconveniente en darnos todo lo que poseían.
Eran de fuerte constitución, con cuerpos bien hechos y hermosos rasgos. No llevan armas, ni las conocen Al enseñarles una espada, la cogieron por la hola y se cortaron al no saber lo que era No tienen hierro Sus lanzas son de caña.
Serían unos criados magníficos. Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con ellos haríamos lo que quisiéramos».
Estos arawaks de las Islas Antillas se parecían mucho a los indígenas del continente, que eran extraordinarios (así los calificarían repetidamente los observadores europeos) por su hospitalidad, su entrega a la hora de compartir. Estos rasgos no estaban precisamente en auge en la Europa renacentista, dominada como estaba por la religión de los Papas, el gobierno de los reyes y la obsesión por el dinero que caracterizaba la civilización occidental y su primer emisario a las Américas, Cristóbal Colón.
Escribió Colón:
«Nada más llegar a las Antillas, en las primeras Antillas, en la primera isla que encontré, atrapé a unos nativos para que aprendieran y me dieran información sobre lo que había en esos lugares».
La cuestión que más acuciaba a Colón era ¿dónde está el oro? Había convencido a los reyes de España que financiaran su expedición a esas tierras. Esperaba que al otro lado del Atlántico -en las «Indias» y en Asia- habría riquezas, oro y especias. Como otros ilustrados contemporáneos suyos, sabía que el mundo era esférico y que podía navegar hacia el oeste para llegar al Extremo Oriente. España acababa de unificarse formando uno de los nuevos Estado-nación modernos, como Francia, Inglaterra y Portugal. Su población, mayormente compuesta por campesinos, trabajaba para la nobleza, que representaba el 2% de la población, siendo éstos los propietarios del 95% de la tierra. España se había comprometido con la Iglesia Católica, había expulsado a todos los judíos y ahuyentado a los musulmanes. Como otros estados del mundo moderno, España buscaba oro, material que se estaba convirtiendo en la nueva medida de la riqueza, con más utilidad que la tierra porque todo lo podía comprar.
Había oro en Asia, o así se pensaba, y ciertamente había seda y especias, porque hacía unos siglos, Marco Polo y otros habían traído cosas maravillosas de sus expediciones por tierra. Al haber conquistado los turcos Constantinopla y el Mediterráneo oriental, y al estar las rutas terrestres a Asia en su poder, hacía falta una ruta marítima. Los marineros portugueses cada día llegaban más lejos en su exploración de la punta meridional de Africa. España decidió jugar la carta de una larga expedición a través de un océano desconocido.
A cambio de la aportación de oro y especias, a Colón le prometieron el 10% de los beneficios, el puesto de gobernador de las tierras descubiertas, además de la fama que conllevaría su nuevo título Almirante del Mar Océano. Era comerciante de la ciudad italiana de Génova, tejedor eventual (hijo de un tejedor muy habilidoso), y navegante experto. Embarcó con tres carabelas, la más grande de las cuales era la Santa María, velero de unos treinta metros de largo, con una tripulación de treinta y nueve personas.
Colón nunca hubiera llegado a Asia, que distaba miles de kilómetros más de lo que él había calculado, imaginándose un mundo más pequeño. Tal extensión de mar hubiera significado su fin. Pero tuvo suerte. Al cubrir la cuarta parte de esa distancia dio con una tierra desconocida que no figuraba en mapa alguno y que estaba entre Europa y Asia: las Américas. Esto ocurrió a principios de octubre de 1492, treinta y tres días después de que él y su tripulación hubieran zarpado de las Islas Canarias, en la costa atlántica de Africa. De repente vieron ramas flotando en el agua, pájaros volando. Señales de tierra. Entonces, el día 12 de octubre, un marinero llamado Rodrigo vio la luna de la madrugada brillando en unas arenas blancas y dio la señal de alarma. Eran las islas Antillas, en el Caribe. Se suponía que el primer hombre que viera tierra tenía que obtener una pensión vitalicia de 10.000 maravedís, pero Rodrigo nunca la recibió. Colón dijo que él había visto una luz la noche anterior y fue él quien recibió la recompensa.
Cuando se acercaron a tierra, los indios arawak les dieron la bienvenida nadando hacia los buques para recibirles. Los arawak vivían en pequeños pueblos comunales, y tenían una agricultura basada en el maíz, las batatas y la yuca. Sabían tejer e hilar, pero no tenían ni caballos ni animales de labranza. No tenían hierro, pero llevaban diminutos ornamentos de oro en las orejas.
Este hecho iba a traer dramáticas consecuencias: Colón apresó a varios de ellos y les hizo embarcar, insistiendo en que le guiaran hasta el origen del oro. Luego navegó a la que hoy conocemos como isla de Cuba, y luego a Hispaniola (la isla que hoy se compone de Haití y la República Dominicana). Allí, los destellos de oro visibles en los ríos y la máscara de oro que un jefe indígena local ofreció a Colón provocaron visiones delirantes de oro sin fin.
En Hispaniola, Colón construyó un fuerte con la madera de la Santa María, que había embarrancado. Fue la primera base militar europea en el hemisferio occidental. Lo llamó Navidad, y allí dejó a treinta y nueve miembros de su tripulación con instrucciones de encontrar y almacenar oro Apresó a más indígenas y los embarcó en las dos naves que le quedaban. En un lugar de la isla se enzarzó en una lucha con unos indígenas que se negaron a suministrarles la cantidad de arcos y flechas que él y sus hombres deseaban. Dos fueron atravesados con las espadas y murieron desangrados. Entonces la Niña y la Pinta embarcaron rumbo a las Azores y a España Cuando el tiempo enfrió, algunos de los prisioneros indígenas murieron.
El informe de Colón a la Corte de Madrid era extravagante. Insistió en el hecho de que había llegado a Asia (se refería a Cuba) y a una isla de la costa china (Hispaniola). Sus descripciones eran parte verdad, parte ficción.
«Hispaniola es un milagro. Montañas y colinas, llanuras y pasturas, son tan fértiles como hermosas… los puertos naturales son increíblemente buenos y hay muchos ríos anchos, la mayoría de los cuales contienen oro… Hay muchas especias, y nueve grandes minas de oro y otros metales».
Los indígenas, según el informe de Colón «Son tan ingenuos y generosos con sus posesiones que nadie que no les hubiera visto se lo creería. Cuando se pide algo que tienen, nunca se niegan a darlo. Al contrario, se ofrecen a compartirlo con cualquiera…» Concluyó su informe con una petición de ayuda a Sus Majestades, y ofreció que, a cambio, en su siguiente viaje, les traería «cuanto oro necesitasen… y cuantos esclavos pidiesen». Se prodigó en expresiones de tipo religioso «Es así que el Dios eterno, Nuestro Señor, da victoria a los que siguen Su camino frente a lo que aparenta ser imposible»
A causa del exagerado informe y las promesas de Colón, le fueron concedidos diecisiete naves y más de mil doscientos hombres para su segunda expedición. El objetivo era claro: obtener esclavos y oro. Fueron por el Caribe, de isla en isla, apresando indígenas. Pero a medida que se iba corriendo la voz acerca de las intenciones europeas, iban encontrando cada vez más poblados vacíos. En Haití vieron que los marineros que habían dejado en Fuerte Navidad habían muerto en una batalla con los indígenas después de merodear por la isla en cuadrillas en busca de oro, atrapando a mujeres y niños para convertirlos en esclavos para el sexo y los trabajos forzados.
Ahora, desde su base en Haití, Colón envió múltiples expediciones hacia el interior. No encontraron oro, pero tenían que llenar las naves que volvían a España con algún tipo de dividendo. En el año 1495 realizaron una gran incursión en busca de esclavos, capturaron a mil quinientos hombres, mujeres y niños arawaks, les retuvieron en corrales vigilados por españoles y perros, para luego escoger los mejores quinientos especímenes y cargarlos en naves. De esos quinientos, doscientos murieron durante el viaje. El resto llegó con vida a España para ser puesto a la venta por el arcediano de la ciudad, que anunció que, aunque los esclavos estuviesen «desnudos como el día que nacieron» mostraban «la misma inocencia que los animales». Colón escribió más adelante. «En el nombre de la Santa Trinidad, continuemos enviando todos los esclavos que se puedan vender».
Pero en el cautiverio morían demasiados esclavos. Así que Colón, desesperado por la necesidad de devolver dividendos a los que habían invertido dinero en su viaje, tenía que mantener su promesa de llenar sus naves de oro. En la provincia de Cicao, en Haití, donde él y sus hombres imaginaban la existencia de enormes yacimientos de oro, ordenaron que todos los mayores de catorce años recogieran cierta cantidad de oro cada tres meses. Cuando se la traían, les daban un colgante de cobre para que lo llevaran al cuello. A los indígenas que encontraban sin colgante de cobre, les cortaban las manos y se desangraban hasta la muerte.
Los indígenas tenían una tarea imposible. El único oro que había en la zona era el polvo acumulado en los riachuelos. Así que huyeron, siendo cazados por perros y asesinados.
Los arawaks intentaron reunir un ejército de resistencia, pero se enfrentaban a españoles que tenían armadura, mosquetes, espadas y caballos. Cuando los españoles hacían prisioneros, los ahorcaban o los quemaban en la hoguera. Entre los arawaks empezaron los suicidios en masa con veneno de yuca. Mataban a los niños para que no cayeran en manos de los españoles. En dos años la mitad de los 250.000 indígenas de Haití habían muerto por asesinato, mutilación o suicidio.
Cuando se hizo patente que no quedaba oro, a los indígenas se los llevaban como esclavos a las grandes haciendas que después se conocerían como «encomiendas». Se les hacía trabajar a un ritmo infernal, y morían a millares. En el año 1515, quizá quedaban cincuenta mil indígenas. En el año 1550, habían quinientos. Un informe del año 1650 revela que en la isla no quedaba ni uno solo de los arawaks autóctonos, ni de sus descendientes.
La principal fuente de información sobre lo que pasó en las islas después de la llegada de Colón -y para muchos temas, la única- es Bartolomé de las Casas. Como joven sacerdote había participado en la conquista de Cuba. Durante un tiempo fue el propietario de una hacienda donde trabajaban esclavos indígenas, pero la abandonó y se convirtió en un vehemente crítico de la crueldad española. Las Casas transcribió el diario de Colón y, a los cincuenta años, empezó a escribir una Historia de las Indias en varios volúmenes.
En la sociedad india se trataba tan bien a las mujeres que los españoles quedaron atónitos. Las Casas describe las relaciones sexuales:
«No existen las leyes matrimoniales; tanto los hombres como las mujeres escogen sus parejas y las dejan a su placer, sin ofensa, celos ni enfado. Se reproducen a gran ritmo, las mujeres embarazadas trabjban hasta el último minuto y dan a luz casi sin dolor, al día siguiente se levantan, se bañan en el río y quedan tan limpias y sanas como antes de parir. Si se cansan de sus parejas masculinas, abortan con hierbas que causan la muerte del feto. Se cubren las partes vergonzantes con hojas o trapos de algodón, aunque por lo general, los indígenas -hombres y mujeres- ven la desnudez total con la misma naturalidad con la que nosotros miramos la cabeza o las manos de un hombre».
«Los indígenas,» dice Las Casas, «no dan ninguna importancia al oro y a otras cosas de valor. Les falta todo sentido del comercio, ni compran ni venden, y dependen enteramente de su entorno natural para sobrevivir. Son muy generosos con sus posesiones y por la misma razón, si deseaban las posesiones de sus amigos, esperan ser atendidos con el mismo grado de generosidad…»
Las Casas habla del tratamiento de los indígenas a manos de los españoles:
«Testimonios interminables… dan fe del temperamento benigno y pacífico de los nativos… Pero fue nuestra labor la de exasperar, asolar, matar, mutilar y destrozar, ¿a quién puede extrañar, pues, si de vez en cuando intentaban matar a alguno de los nuestros? El almirante, es verdad, fue tan ciego como los que le vinieron detrás, y tenía tantas ansias de complacer al Rey que cometió crímenes irreparables contra los indígenas».
El control total conllevó una crueldad igualmente total. Los españoles «no se lo pensaban dos veces antes de apuñalarlos a docenas y cortarles para probar el afilado de sus espadas.» Las Casas explica cómo «dos de estos supuestos cristianos se encontraron un día con dos chicos indígenas, cada uno con un loro, les quitaron los loros y para su mayor disfrute, cortaron las cabezas a los chicos».
Mientras que los hombres eran enviados muy lejos, a las minas, las mujeres se quedaban para trabajar la tierra. Les obligaban a cavar y a levantar miles de elevaciones para el cultivo de la yuca, un trabajo insoportable:
«De esta forma las parejas sólo se unían una vez cada ocho o diez meses y cuando se juntaban, tenían tal cansancio y tal depresión… que dejaban de procrear. Respecto a los bebés, morían al poco rato de nacer porque a sus madres se les hacía trabajar tanto, y estaban tan hambrientas, que no tenían leche para amamantarlos, y por esta razón, mientras estuve en Cuba, murieron 7.000 niños en tres meses. Algunas madres incluso llegaron a ahogar a sus bebés de pura desesperación… De esta forma, los hombres morían en las minas, las mujeres en el trabajo, y los niños de falta de leche… y en un breve espacio de tiempo, esta tierra, que era tan magnífica, poderosa y fértil .. quedó despoblada. Mis ojos han visto estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras escribo».
Cuando llegó a Hispaniola en 1508, Las Casas dice «Vivían 60.000 personas en las islas, incluyendo a los indígenas, así que entre 1494 y 1508, habían perecido más de tres millones de personas entre la guerra, la esclavitud y las minas. ¿Quién se va a creer esto en futuras generaciones?»
Asi comenzó la historia de la invasión europea, hace quinientos años, de los asentamientos indígenas en las Américas. Ese comienzo, cuando se lee a Las Casas, incluso si sus cifras son exageradas (¿había tres millones de indios, menos de un millón, como han calculado algunos historiadores, u ocho millones, como creen otros historiadores), es de conquista, esclavitud, muerte. Todo comienza con una heroica aventura, sin derramamiento de sangre, incluso se celebra el Día de Colón.
Samuel Eliot Morison, el historiador de Harvard, fue el biografo más ilustre de Colón. Autor de una biografia en varios volúmenes, y él mismo se hizo a la mar para reconstruir la ruta de Colón a través del Atlántico. En su popular libro Cristóbal Colón, marinero, escrito en 1954, nos cuenta el tema de la esclavitud y las matanzas «La cruel política iniciada por Colón y continuada por sus sucesores desembocó en un genocidio completo».
Esta cita aparece en una de las páginas del libro, sepultada en un entorno de gran romanticismo. En el último párrafo del libro, Morison hace un resumen de sus impresiones sobre Colón:
«Tenía defectos, pero en gran medida eran defectos que nacían de las cualidades que le hicieron grande -su voluntad indomable, su impresionante fe en Dios y en su propia misión como portador de Cristo a las tierras allende los mares, su tozuda persistencia a pesar de la marginación, la pobreza y el desánimo que le acechaban. Pero no tenía mácula ni había fallo alguno en la más esencial y sobresaliente de sus cualidades -su habilidad como marinero».
Se puede mentir como un bellaco sobre el pasado. O se pueden omitir datos que pudieran llevar a conclusiones inaceptables. Morison no hace ni una cosa ni la otra. Se niega a mentir respecto a Colón. No se salta el tema de los asesinatos en masa; efectivamente, lo describe con la palabra más desgarradora que se pueda usar genocidio.
Pero hace otra cosa. No se entretiene en la verdad, y pasa a considerar las cosas que le resultan más importantes. El hecho de mentir demasiado descaradamente o de hacer disimuladas omisiones comporta el riesgo de ser descubierto, lo cual, si ocurre, puede llevar al lector a rebelarse contra el autor. Sin embargo, el hecho de apuntar los datos para seguidamente enterrarlos en una masa de información paralela equivale a decirle al lector con cierta calma afectada: sí, hubo asesinatos en masa, pero eso no es lo verdaderamente importante. Debiera pesar muy poco en nuestros juicios finales, no debería afectar tanto lo que hagamos en el mundo. La verdad es que el historiador no puede evitar enfatizar unos hechos y olvidar otros. Esto le resulta tan natural como al cartógrafo que, con el fin de producir un dibujo eficaz a efectos prácticos, primero debe allanar y distorsionar la forma de la tierra para entonces escoger entre la desconcertante masa de información geográfica las cosas que necesita para los propósitos de tal o cual mapa.
Mis críticas no pueden cebarse en los procesos de selección, simplificación o énfasis, los cuales resultan inevitables tanto para los cartógrafos como para los historiadores. Pero la distorsión del cartógrafo es una necesidad técnica para una finalidad común que comparten todos los que necesitan de los mapas. La distorsión del cartógrafo, más que técnica, es ideológica; se debate en un mundo de intereses contrapuestos, en el que cualquier énfasis presta apoyo (lo quiera o no el historiador) a algún tipo de interés, sea económico, político, racial, nacional o sexual.
Además este interés ideológico no se expresa tan abiertamente ni resulta tan obvio como el interés técnico del cartógrafo («Esta es una proyección Mercator para navegación de larga distancia, para las distancias cortas deben usar una proyección diferente»). No. Se presenta como si todos los lectores de temas históricos tuvieran un interés común que los historiadores satisfacen con su gran habilidad.
El hecho de enfatizar el heroísmo de Colón y sus sucesores como navegantes y descubridores y de quitar énfasis al genocidio que provocaron no es una necesidad técnica sino una elección ideológica. Sirve -se quiera o no- para justificar lo que pasó.
Lo que quiero resaltar aquí no es el hecho de que debamos acusar, juzgar y condenar a Colón in absentia, al contar la historia. Ya pasó el tiempo de hacerlo, sería un inútil ejercicio académico de moralística. Quiero hacer hincapié en que todavía nos acompaña la costumbre de aceptar las atrocidades como el precio deplorable pero necesario que hay que pagar por el progreso (Hiroshima y Vietnam por la salvación de la civilización occidental; Kronstadt y Hungría por la del socialismo, la proliferación nuclear para salvarnos a todos). Una de las razones que explican por qué nos merodean todavía estas atrocidades es que hemos aprendido a enterrarlas en una masa de datos paralelos, de la misma manera que se entierran los residuos nucleares en contenedores de tierra.
El tratamiento de los héroes (Colón) y sus víctimas (los arawaks) -la sumisa aceptación de la conquista y el asesinato en el nombre del progreso- es sólo un aspecto de una postura ante la historia que explica el pasado desde el punto de vista de los gobernadores, los conquistadores, los diplomáticos y los líderes. Es como si ellos -por ejemplo, Colón- merecieran la aceptación universal; como si ellos – los Padres Fundadores, Jackson, Lincoln, Wilson, Roosevelt, Kennedy, los principales miembros del Congreso, los famosos jueces del Tribunal Supremo- representaran a toda la nación. La pretensión es que realmente existe una cosa que se llama «Estados Unidos», que es presa a veces de conflictos y discusiones, pero que fundamentalmente es una comunidad de gente de intereses compartidos. Es como si realmente hubiera un «interés nacional» representado por la Constitución, por la expansión territorial, por las leyes aprobadas por el Congreso, las decisiones de los tribunales, el desarrollo del capitalismo, la cultura de la educación y los medios de comunicación.
«La historia es la memoria de los estados», escribió Henry Kissinger en su primer libro, A World Restored, en el que se dedicó a contar la historia de la Europa del siglo XIX desde el punto de vista de los dirigentes de Austria e Inglaterra, ignorando a los millones que sufrieron las políticas de sus estadistas. Desde su punto de vista, la «paz» que tenía Europa antes de la Revolución Francesa quedó «restaurada» por la diplomacia de unos pocos líderes nacionales. Pero para los obreros industriales de Inglaterra, para los campesinos de Francia, para la gente de color en Asia y Africa, para las mujeres y los niños de todo el mundo -salvo los de clase acomodada- era un mundo de conquistas, violencia, hambre, explotación -un mundo no restaurado, sino desintegrado.
Mi punto de vista, al contar la historia de los Estados Unidos, es diferente: no debemos aceptar la memoria de los estados como cosa propia. Las naciones no son comunidades y nunca lo fueron. La historia de cualquier país, si se presenta como si fuera la de una familia, disimula terribles conflictos de intereses (algo explosivo, casi siempre reprimido) entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza y sexo. Y en un mundo de conflictos, en un mundo de víctimas y verdugos, la tarea de la gente pensante debe ser – como sugirió Albert Camus- no situarse en el bando de los verdugos.
Así, en esa inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arawaks, la de la Constitución, desde la posición de los esclavos, la de Andrew Jackson, tal como lo verían los cherokees, la de la Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York, la de la Guerra de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scott, la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell, la de la Guerra Hispano-Estadounidense vista por los cubanos, la de la conquista de las Filipinas tal como la verían los soldados negros de Luzón, la de la Edad de Oro, tal como la vieron los agricultores sureños, la de la Primera Guerra Mundial, desde el punto de vista de los socialistas, y la de la Segunda vista por los pacifistas, la del New Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem, la del Imperio Americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de Latinoamérica. Y así sucesivamente, dentro de los límites que se le imponen a una sola persona, por mucho que él o ella se esfuercen en «ver» la historia desde otros puntos de vista.
Mi línea no será la de llorar por las víctimas y denunciar a sus verdugos. Esas lágrimas, esa cólera, proyectadas hacia el pasado, hacen mella en nuestra energía moral actual. Y las líneas no siempre son claras. A largo plazo, el opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora, la historia humana sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas.
No obstante, teniendo en cuenta estas complejidades, este libro contemplará con escepticismo a los gobiernos y sus intentos, a través de la política y la cultura, de engatusar a la gente ordinaria en la inmensa telaraña nacional, con el camelo del «interés común». Intentaré no obviar las crueldades que las víctimas se hacen unas a otras mientras las meten apretujadas en los furgones del Sistema. No quiero mitificarlas. Pero sí recuerdo (echando mano de una paráfrasis aproximada) una declaración que una vez leí: «El grito de los pobres no siempre es justo, pero si no lo escuchas, nunca sabrás lo que es la justicia»
No quiero inventar victorias para los movimientos populares. Pero el hecho de pensar que los escritos sobre historia tan sólo tienen como finalidad recapitular los fallos que dominaron el pasado es convertir a los historiadores en colaboradores de un ciclo interminable de derrotas. Si la historia tiene que ser creativa -para así anticipar un posible futuro sin negar el pasado- debería, creo yo, centrarse en las nuevas posibilidades basándose en el descubrimiento de esos episodios olvidados del pasado en los que, aunque sólo sea en breves pinceladas, la gente mostró una capacidad para la resistencia, para la unidad y, ocasionalmente, para la victoria. Estoy suponiendo -o quizás tan sólo anhelando- que nuestro futuro se pueda encontrar en los furtivos momentos de compasión que hubo en el pasado antes que en los densos siglos de guerra.
Lo que hizo Colón con los arawaks de las Islas Antillas, Cortés lo hizo con los aztecas de México, Pizarro con los incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia y Massachusetts con los indios powhatanos y pequotes.
Parece ser que en los primitivos estados capitalistas de Europa hubo verdadera locura por encontrar oro, esclavos y productos de la tierra para pagar a los accionistas y obligacionistas de las expediciones, para financiar las emergentes burocracias monárquicas de Europa Occidental, para promocionar el crecimiento de las nuevas economías monetaristas que surgían del feudalismo y para participar en lo que Carlos Marx después llamaría «la acumulación primitiva de capital». Estos fueron los violentos inicios de un sistema complejo de tecnología, negocios, política y cultura que dominaría el mundo durante cinco siglos.
Jamestown, Virginia, la primera colonia permanente de los ingleses en las Américas, se estableció dentro del territorio de una confederación india liderada por el jefe Powhatan. Powhatan observó la colonización inglesa de sus tierras, pero no atacó, manteniendo una posición de calma. Cuando los ingleses sufrieron la hambruna del invierno de 1610, algunos se acercaron a los indios para poder comer y no morirse. Cuando llego el verano, el gobernador de la colonia envió un mensaje para pedirle a Powhatan que devolviera a los fugitivos. Powhatan, según la versión inglesa, respondió con «respuestas nacidas del orgullo y del desdén». Así que enviaron soldados para «vengarse». Atacaron un poblado indio, mataron a quince o dieciséis indios, quemaron sus casas, cortaron el trigo que cultivaban en las inmediaciones del poblado, se llevaron en barcos a la reina de la tribu y a sus hijos, y acabaron por tirar los hijos por la borda, «haciéndoles saltar la tapa de los sesos en el agua». A la reina se la llevaron para asesinarla a navajazos.
Parece ser que doce años después, los indios, alarmados por el crecimiento de los poblados ingleses, intentaron eliminarlos de una vez por todas. Hicieron una incursión en la que masacraron a 347 hombres, mujeres y niños. Desde entonces se declaró una guerra sin cuartel.
Al no poder esclavizar a los indios, y no pudiendo convivir con ellos, los ingleses decidieron exterminarlos. Según el historiador Edmund Morgan, «en el plazo de dos o tres años desde la masacre, los ingleses habían vengado varias veces todas las muertes de ese día».
En ese primer año de presencia del hombre blanco en Virginia (1607), Powhatan había dirigido una petición a John Smith. Resultó ser profética. Se puede dudar de su autenticidad, pero se asemeja tanto a tantas declaraciones indias que si no se puede considerar el borrador de esa primera petición, por lo menos sí lleva su mismo espíritu:
«He visto morir a dos generaciones de mi gente. Conozco la diferencia entre la paz y la guerra mejor que ningún otro hombre de mi país. ¿Por qué toman Uds por la fuerza lo que pudieran obtener por vía pacífica? ¿Por qué quieren destruir a los que les abastecen de alimentos? ¿Que pueden ganar con la guerra? ¿Por qué nos tienen envidia? Estamos desarmados y dispuestos a darles lo que piden si vienen en son de amistad. No somos tan inocentes como para ignorar que es mucho mejor comer buena carne, dormir tranquilamente, vivir en paz con nuestras esposas y nuestros hijos, reírnos y ser amables con los ingleses, y comerciar para obtener su cobre y sus hachas, que huir de ellos y malvivir en los fríos bosques, comer bellotas, raíces y otras porquerías, y no poder comer ni dormir por la persecución que sufrimos».
Cuando llegaron los primeros colonos a Nueva Inglaterra -los Pilgrim Fathers- también se instalaron en territorio habitado por tribus indias, y no en tierra deshabitada. Los indios pequote habitaban en lo que hoy es Connecticut del Sur y Rhode Island. Los puritanos los querían echar, codiciaban sus tierras.
Así empezó la guerra con los pequotes. Hubo masacres en ambos bandos. Los ingleses desarrollaron una táctica guerrera que antes había usado Cortés y que después reaparecería en el siglo veinte, incluso de forma más sistemática: los ataques deliberados a los no- combatientes para aterrorizar al enemigo.
Así que los ingleses incendiaron los wigwams de los poblados. William Bradford, en su libro contemporáneo, History of The Plymouth Plantation, describe la incursión de John Mason en el poblado Pequote:
«Los que escaparon al fuego fueron muertos a espada, algunos murieron a hachazos, y otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos 400 esa vez. Verles freír en la sartén resultó un terrible espectáculo».
Un pie de página en el libro de Virgil Vogel, This land was ours (1972), dice lo siguiente «La cantidad oficial de Pequotes que ahora quedan en Connecticut es de veintiuna personas».
Durante un tiempo, los ingleses lo intentaron con tácticas más suaves. Pero después se decantaron por el exterminio. La población de 10 millones de indios que vivía en el norte de México al llegar Colón se reduciría finalmente a menos de un millón. Enormes cantidades de indios morirían de las enfermedades que introdujo el hombre blanco.
Detrás de la invasión inglesa de Norteamérica, detrás de las masacres de indios que realizaron, detrás de sus engaños y su brutalidad, yacía ese poderoso y especial impulso que nace en las civilizaciones y que se basa en la propiedad privada. Era un impulso moralmente ambiguo, la necesidad de espacio, de tierras, era una auténtica necesidad humana. Pero en condiciones de escasez, en una época bárbara de la historia, marcada por la competencia, esta necesidad humana se veía traducida en la masacre de pueblos enteros.
De Colón a Cortés, de Pizarro a los puritanos, ¿era toda esta sangría y todo este engaño una necesidad para el progreso -desde el estado salvaje hasta la civilización- de la raza humana?
Si efectivamente hay que hacer sacrificios para el progreso de la humanidad, ¿no resulta esencial atenerse al principio de que los mismos sacrificados deben tomar la decisión? Todos podemos decidir sacrificar algo propio, pero ¿tenemos el derecho a echar en la pira mortuoria a los hijos de los demás, o incluso a nuestros propios hijos, en aras de un progreso que no resulta ni la mitad de claro o tangible que la enfermedad o la salud, la vida o la muerte? Más allá de todo ello, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que se destruyó fuese inferior? ¿Quiénes eran esas personas que aparecieron en la playa y que llevaron a nado presentes para Colón y su tripulación, que observaban mientras Cortés y Pizarro cabalgaban por su campiña y que asomaban sus cabezas por los bosques para ver los primeros colonos blancos de Virginia y Massachusetts?
Colón les llamó «indios» porque calculó mal el tamaño de la tierra. En este libro les llamamos «indios» con algo de precaución porque demasiadas veces ocurre que a los pueblos les toca apechugar con las etiquetas que les han colgado sus conquistadores.
Cuando llegó Colón había unos 75 millones de personas ampliamente repartidas por la enorme masa terrestre de las Américas, 25 de los cuales estaban en América del Norte. En consonancia con los diferentes entornos de tierras y clima, desarrollaron cientos de diferentes culturas tribales y unas dos mil lenguas distintas. Perfeccionaron el arte de la agricultura, y se las apañaron para cultivar el maíz, que, al no crecer por sí sólo, tiene que ser plantado, cultivado, abonado, cosechado, descascarado y pelado Su ingenio les permitió desarrollar una serie de verduras y frutas diferentes, así como los cacahuetes, el chocolate, el tabaco y el caucho.
Los indígenas de América estaban inmersos en la gran revolución agrícola que estaban experimentando otros pueblos de Asia, Europa y Africa en ese mismo período aproximado.
Mientras que muchas de las tribus retuvieron las costumbres de los cazadores nómadas y de los recolectores de alimentos en comunas errantes e igualitarias, otras empezaron a vivir en comunidades más estables en sitios más provistos de alimentos, con poblaciones mayores, más división del trabajo entre hombres y mujeres, más excedentes para alimentar a los jefes y a los brujos, más tiempo de ocio para las labores artísticas y sociales, y para construir casas. Entre los Adirondacas y los Grandes Lagos, en lo que hoy en día es Pennsylvania y la parte superior de Nueva York, vivía la más poderosa de las tribus del noreste, la Liga de los Iroqueses. En los poblados iroqueses la tierra era de propiedad compartida y se trabajaba en común. Se cazaba en equipo, y se dividían las presas entre los miembros del poblado.
En la sociedad de los iroqueses, las mujeres eran respetadas. Cuidaban los cultivos y se encargaban de las cuestiones del poblado mientras los hombres cazaban y pescaban. Como apunta Gary B. Nash en su fascinante estudio de la América primitiva, Red, White and Black, «así se compartía el poder entre sexos, y brillaba por su ausencia en la sociedad iroquesa la idea europea del predominio masculino y de la sumisión femenina».
Mientras que a los hijos de la sociedad iroquesa se les enseñaba el patrimonio cultural de su pueblo y la solidaridad para con su tribu, también se les enseñaba a ser independientes y a no someterse a los abusos de la autoridad.
Todo esto contrastaba vivamente con los valores europeos que importaron los primeros colonos, una sociedad de ricos y pobres, controlada por los sacerdotes, por los gobernadores, por las cabezas -masculinas- de familia.
Gary Nash describe así la cultura iroquesa:
«Antes de la llegada de los europeos, en los bosques del noreste no había leyes ni ordenanzas, comisarios ni policías, jueces ni jurados, juzgados ni prisiones -nada de la parafernalia autoritaria de las sociedades europeas. Sin embargo, estaban firmemente establecidos los límites del comportamiento aceptable. A pesar de enorgullecerse del individuo autónomo, los iroqueses mantenían un sentido estricto del bien y del mal. Se deshonraba y se trataba con ostracismo al que robaba alimentos ajenos o se comportaba de forma cobarde en la guerra, hasta que hubiera expiado sus malas acciones y demostrado su purificación moral a satisfacción de los demás».
Y no sólo se comportaban así los iroqueses, sino también otras tribus indígenas.
Colón y sus sucesores no aterrizaban en un desierto baldío, sino que lo hacían en un mundo que en algunas zonas estaba tan densamente poblado como la misma Europa, donde la cultura era compleja, donde eran más igualitarias las relaciones humanas que en Europa, y donde las relaciones entre hombres, mujeres, niños y la naturaleza estaban quizás más noblemente concebidas que en ningún otro punto del globo.
Eran gentes sin lenguaje escrito, pero que tenían sus propias leyes, su poesía, su historia retenida en la memoria y transmitida de generación en generación, con un vocabulario oral más complejo que el europeo y acompañado con cantos, bailes y ceremonias dramáticas. Prestaban mucha atención al desarrollo de la personalidad, la fuerza de la voluntad, la independencia y la flexibilidad, la pasión y la potencia, a sus relaciones interpersonales y con la naturaleza.
John Collier, un estudioso americano que convivió con los indios en los años veinte y treinta en el suroeste americano, comentó de su espíritu: «Si pudiéramos adoptarlo nosotros, habría una tierra eternamente inagotable y una paz que duraría por los siglos de los siglos».
Quizás haya un resquicio de romanticismo mitológico en esa aseveración. Pero aún a expensas de la imperfección que conllevan los mitos, baste para que nos haga cuestionar -en ese período y en el nuestro- la excusa del progreso que respalda el exterminio de las razas, y la costumbre de contarse la historia desde la óptica de los conquistadores y los líderes de la civilización occidental.
(1922-2010), historiador y politólogo estadounidense, fue coautor, junto con Anthony Arnove, de Voices of a People’s History of the United States [Voces de en la historia del pueblo estadounidense]. Su último libro fue A Power Governments Cannot Suppress [Un poder que los gobiernos no pueden suprimir]. Esta nota es en realidad el primer capítulo de su popular A People’s History of the United States (Historia popular de los Estados Unidos).