El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en un acto reciente.- EFE

Un par de discursos de la Secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Yanet Yellen, han bastado para tirar por la borda las proclamas anarcoliberales de los últimos cuarenta años.

En el Senado, Yellen advirtió que «la recesión será larga y dolorosa si no hay un mayor estímulo fiscal» y, en el Congreso, anunció las subidas previstas en los impuestos sobre sociedades (del 21% al 28%) y en los que gravan los beneficios obtenidos en el exterior (del 13% al 21%), así como la necesidad de establecer un impuesto mínimo común en todos los países sobre las ganancias de las multinacionales.

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Todo ello -dijo- para frenar la carrera global a la baja y «hacia el abismo» de los impuestos en los últimos treinta años. Días antes, Biden había presentado el último plan de estímulo dedicado a inversiones en infraestructuras por un valor de 1,9 billones de dólares, elevando así a la fabulosa suma de 5,8 billones el dinero que la administración estadounidense lleva gastado para combatir la crisis. Todo lo contrario de lo que los anarcoliberales, desde Reagan hasta Trump, vienen diciendo que hay que hacer para arreglar cualquier tipo de problema económico: recortar gasto y bajar impuestos.

Lo importancia de estas medidas va más allá de su magnitud, muy grande en gasto pero no tanto en materia impositiva, pues la del tipo del impuesto sobre sociedades se quedará a siete puntos del 35% que tenía cuando Trump lo redujo al 21%. Lo importante, a mi juicio, es el cambio en la filosofía que hay detrás de ellas y, sobre todo, el reconocimiento de que ese mantra anarcoliberal no ha funcionado en absoluto y que es inapropiado para hacer frente a los desafíos a los que se enfrenta Estados Unidos para poder mantener su poder imperial sobre el resto del mundo.

Como el propio presidente Biden recordó hace unos días, 52 de las mayores empresas de Estados Unidos no habían pagado en impuestos ni un centavo en los últimos tres años pero eso no había conseguido recuperar su inversión ni que creasen más empleo. Y lo único que han logrado los programas de recortes de los últimos decenios ha sido un aumento extraordinario de la desigualdad y deteriorar la base material de la economía y los servicios públicos que son imprescindibles, no solo para mantener niveles mínimos de bienestar para toda la población, sino para que las propias empresas privadas puedan funcionar con un mínimo de eficiencia.

Ha tenido que producirse una pandemia para que se den cuenta pero bienvenido sea, aunque llegue tarde, este cambio de paradigma.

Lo bueno, además, es que Estados Unidos no se puede permitir poner en práctica esa nueva estrategia fiscal, imprescindible para financiar el enorme gasto público previsto, sin lograr, al mismo tiempo, otros dos objetivos. Por un lado, que se asuma esa filosofía en los demás países y se establezcan un estándar mundial común, y de ahí su propuesta de impuesto mínimo global sobre el beneficio de las sociedades.

Por otro, cambiar la percepción que se ha sembrado en la ciudadanía sobre la fiscalidad a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años. No es posible consolidar los cambios que necesita llevar a cabo la administración Biden, o los parecidos que se propongan a partir de ahora otros gobiernos, sin acabar con la demonización de los impuestos y de la inversión pública, y eso obliga a realizar un discurso político muy diferente al que hemos venido oyendo en los últimos decenios.

Ahora bien, ni Yellen, ni Biden, ni los dirigentes del Fondo Monetario Internacional que igualmente reclaman más impuestos sobre los ricos y empresas para hacer frente a la crisis y que ahora dicen «estar a favor de un impuesto mínimo de sociedades a nivel global», se han hecho de izquierdas, bolivarianos o comunistas. Es verdad que asumen lo que veníamos proponiendo desde hace tiempo los economistas y organizaciones progresistas pero lo han debido hacer porque las propuestas de los anarcoliberales han fracasado y porque tienen por delante unos retos a los que no podrían hacer frente simplemente haciendo cada vez más ricos y poderosos a quienes ya lo tienen todo.

Por eso no conviene echar las campanas al vuelo. Detrás de las buenas palabras hay una estrategia de fondo que lo explica todo.

Estados Unidos tan solo se propone recuperar el terreno perdido, evitar que su sociedad colapse como resultado de las fracturas sociales tan grandes que han provocado cuarenta años de políticas a favor del gran capital, y reforzarse para hacer frente a la competencia cada día más feroz de China.

La explicación de los cambios tan radicales que en materia económica está llevando a cabo la administración Biden quizá se puede encontrar en un informe publicado por The Atlantic Council sobre la estrategia que debería adoptar Estados Unidos frente al ascenso del poder de China en el mundo y cuyo autor es un ex alto funcionario del gobierno que se mantiene en el anonimato (aquí).

En el informe se definen, en primer lugar, los intereses nacionales que Estados Unidos debe proteger, junto a los de sus socios y aliados. Los tres primeros, retener la superioridad económica y tecnológica colectiva, proteger el estado global del dólar estadounidense y mantener una abrumadora disuasión militar convencional.

La estrategia que puede ser eficiente para alcanzarlos debe tener, según el informe siete componentes de los cuales el primero es reconstruir los fundamentos económicos, militares, tecnológicos y de capital humano del poder nacional a largo plazo de Estados Unidos

Según el informe, para desarrollar esa estrategia hay que basarse en diez principios organizativos básicos de los que destaco el primero: los pilares fundamentales del poder estadounidense son cuatro, las fuerzas armadas, el dólar estadounidense como moneda de reserva mundial y pilar del sistema financiero internacional, el liderazgo tecnológico global, y los valores de la libertad individual, la justicia y el estado de derecho.

De ahí se deducen, finalmente, una serie de «tareas domésticas centrales» de carácter estructural, a largo plazo y «con dividendos que solo se obtendrán en una década o más». Entre ellas, las siguientes:

– Revertir las inversiones en declive en infraestructura económica nacional crítica, incluidos los sistemas móviles 5G de próxima generación.

– Revertir la inversión pública en declive en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, educación, universidades e investigación científica básica.

– Asegurar que Estados Unidos siga siendo el líder mundial en las principales categorías de innovación tecnológica, incluida la inteligencia artificial.

– Desarrollar un nuevo consenso político sobre la naturaleza futura y la escala de la inmigración a los Estados Unidos para garantizar que la población estadounidense continúe creciendo, permanezca joven y evite las implosiones demográficas que amenazan a muchas otras economías desarrolladas y emergentes, incluida la propia China, mientras retiene a los mejores y más brillantes de todo el mundo que vienen a los Estados Unidos para estudiar.

– Rectificar la trayectoria presupuestaria a largo plazo de los Estados Unidos para que la deuda nacional se mantenga en última instancia dentro de parámetros aceptables.

Esto es lo que posiblemente hay detrás del impresionante programa de estímulo que está diseñando la administración de Biden y de las medidas fiscales anunciadas: la paradoja del anarcoliberalismo de las últimas décadas. Ha hecho más poderosos y ricos que nunca a quienes ya lo eran pero ha debilitado al capitalismo como sistema, porque este necesita legitimación y equilibrio interno y sostenibilidad. Queriendo apropiarse de todo se ha fracturado la sociedad que lo sostiene y desmantelado las fuentes de ingresos que el propio capital necesita para sobrevivir.

El anarcoliberalismo ha matado de éxito al capitalismo de nuestro tiempo y este debe ahora reinventarse. Está por ver a qué precio y con qué resultados pero la casi total ausencia de contrapesos me hace temer lo peor.