En Jena, antigua ciudad universitaria alemana que en 1806 sería destruida por Napoleón, durante los primeros años del siglo XIX se conformó un círculo de extraordinarios poetas, filósofos y ensayistas -Goethe, Schiller, los hermanos Schlegel, Schelling, Caroline Böhmer, Alexander von Humboldt, Fichte, Hegel, Novalis, entre otros- que animarían la vida cultural de toda Europa y proyectarían su genio hacia Francia e Inglaterra. Magníficos rebeldes (Taurus) de Andrea Wulf reconstruye magistralmente la historia del surgimiento del idealismo y el romanticismo alemán en una crónica histórica que va de la Revolución Francesa a la batalla de Jena.  

Nacieron en un mundo tan diferente al nuestro que resulta difícil de imaginar: una Europa gobernada por monarcas que determinaban gran parte de la vida de sus súbditos. El palacio del rey francés en Versalles, con sus salones de espejos dorados y sus espléndidos jardines, irradiaba un poder absoluto en toda Francia, en una época en la que muchos de los habitantes de la nación vivían en la más absoluta miseria. Del mismo modo que los jardines y los árboles estaban encorsetados, y cuidadosamente podados, dentro de un diseño racional, con su disposición en forma de rayos que trazaban avenidas ortogonales, estaba el pueblo francés atado a su destino por nacimiento y por el rey. No se permitía que nada estuviera fuera de lugar: todo se articulaba y moldeaba según el derecho divino. Y, mientras la reina María Antonieta jugaba a ser pastora con su rebaño de ovejas perfumadas en el pequeño castillo del Petit Trianon, los campesinos y los obreros se morían de hambre en todas partes.

Más al este, en Rusia, Catalina la Grande se erigió en monarca ilustrada y modernizó el país, pero también gobernó con mano de hierro. Aquí, al igual que en los territorios orientales de Alemania, seguía prevaleciendo el vasallaje, un antiguo sistema feudal que ataba a la gente a la tierra y a sus señores. Los vasallos, como los esclavos, tenían que trabajar para los terratenientes locales y no podían emanciparse. Las cuotas, los diezmos y los impuestos eran a menudo tan elevados que no se podía sobrevivir con lo que quedaba.

En toda Europa se censuraba a los filósofos por sus ideas, se les prohibía a los escritores escribir, los profesores perdían su trabajo por hablar y los dramaturgos iban a la cárcel a causa de sus obras. Algunos gobernantes tenían el derecho a decidir quiénes eran los herederos de sus súbditos, mientras que otros podían desterrarlos, obligarlos a trabajar o negarles el permiso de circulación. Y, aunque Federico el Grande se enorgullecía de ser un rey ilustrado, incluso en Prusia los aristócratas varones solo podían casarse con la hija de un agricultor o un artesano mediante una dispensa especial. Algunos monarcas podían incluso vender a sus súbditos como mercenarios a potencias extranjeras, otros alquilaban regimientos enteros para subvencionar sus propios gastos. Los pilares del mundo en el que crecieron los miembros del Círculo de Jena eran el despotismo, la desigualdad y el control.

Entonces, en 1789, llegó la Revolución francesa, un acontecimiento tan decisivo y radical que a nadie en Europa dejó indiferente. Cuando los revolucionarios franceses declararon a todos los hombres iguales, abrieron la puerta a la posibilidad de un nuevo orden social, basado en el poder de las ideas y en la libertad. “Se están haciendo realidad algunas cosas”, escribió Novalis en 1794, “que, diez años atrás, habrían ido de cabeza al manicomio de la filosofía”.

La Revolución francesa demostró que las ideas eran más fuertes que el poder de los reyes y las reinas. “Debemos creer en el poder de las palabras”, declaró el escritor Friedrich Schlegel, blandiendo su pluma como una espada. El grupo estaba entusiasmado con la revolución. Caroline, que había asistido al nacimiento de la efímera República de Maguncia, creía, haciéndose eco de las ideas que se difundían desde Francia, que “los escritores gobernaban el mundo”. Schelling y Hegel habían cantado con entusiasmo la Marsellesa mientras estudiaban juntos en Tubinga, y el filósofo Fichte escribió un panfleto en el que declaraba: “La Revolución francesa me parece importante para toda la humanidad”.

Fichte situó el yo, el Ich -como se dice en alemán- en el centro de su nueva filosofía, y lo atavió con la más emocionante de las ideas: el libre albedrío, un concepto que se inflamó en el fuego de la Revolución francesa.

El empoderamiento del Ich tenía mucho más que ver con la liberación del individuo que con la rebelión contra el despotismo del Estado. Y este concepto radicalmente nuevo de un yo sin límites llevaba consigo el potencial para crear una vida diferente. Una persona “debería ser lo que es”, les dijo Fichte a sus alumnos en Jena, “porque desea serlo y porque tiene derecho a desearlo”. Todos ellos creían, como apuntaba Schelling, en una “revolución provocada por la filosofía”.

Durante siglos, filósofos y pensadores habían sostenido que el mundo estaba controlado por una mano divina y regido por las verdades absolutas de la fe. El siglo xviii fue una época de descubrimientos en la que se revelaron las leyes naturales, como la física de la refracción de la luz o las fuerzas que gobiernan el movimiento de la luna y las estrellas. Las matemáticas, la observación racional y los experimentos controlados allanaron el camino hacia el conocimiento, pero los seres humanos seguían siendo engranajes de una máquina a las órdenes de Dios. No eran libres. Claro que no.

Pero la humanidad empezó a ejercer cierto control sobre la naturaleza. Inventos como los telescopios y los microscopios habían desvelado ya secretos, como los movimientos planetarios y la composición de la sangre. Las nuevas tecnologías, como las máquinas de vapor, bombeaban el agua de las minas, los médicos vacunaban contra la viruela y los globos aerostáticos llevaban a la gente a un lugar donde ningún ser humano había estado nunca. Cuando Benjamin Franklin inventó el pararrayos a mediados del siglo xviii, la humanidad empezó también a domar lo que durante mucho tiempo se había considerado la furia de Dios.

Una red de carreteras en constante expansión recorría los estados y principados alemanes, y los nuevos mapas detallados y las señales de tráfico orientaban a los viajeros cuando se aventuraban más allá de sus ciudades. El tic-tac de los nuevos relojes de péndulo se convirtió en el latido del corazón de la sociedad. Minuto a minuto, las agujas se movían con una precisión predecible y cada vez mayor en las esferas de los relojes, en bolsillos particulares y en salones, así como en ayuntamientos y torres de iglesias. Estos nuevos utensilios indicaban a todo el mundo cuándo debía comer, trabajar, rezar y dormir, y su ritmo se convirtió en un nuevo sonsonete contra el que todos corrían. La vida se aceleró, se hizo más rápida, más previsible y más racional. El lema de la Ilustración era, para Hegel: “Todo tiene su utilidad”.

La única molestia de este despliegue de ingenio científico, de productividad y utilitarismo, era que la humanidad se centraba demasiado, y únicamente, en la razón. Eso provocaba temores y recelos en el Círculo de Jena. La realidad, a su modo de ver, había sido despojada de poesía, espiritualidad y sentimiento. “La naturaleza se ha reducido a poco más que a una máquina monótona”, escribió Novalis. “La música inagotable de la eterna imaginación del universo se ha convertido en el monótono traqueteo de una gigantesca rueda de molino”. Mientras que el filósofo británico de la Ilustración, John Locke, había insistido a finales del siglo xvii en que la mente humana era una pizarra en blanco que, a lo largo de la vida, se llenaba de conocimientos derivados únicamente de la experiencia sensorial, el Círculo de Jena afirmó que había que dar a la imaginación lo que le correspondía, lo mismo que a la razón y al pensamiento lógico. Los amigos comenzaron, en consecuencia, a volverse hacia el interior.

Jena no era más que una ciudad universitaria de apenas cuatro mil quinientos habitantes distribuidos en unas ochocientas viviendas. Formaba parte del ducado de Sajonia-Weimar, un principado dirigido por el duque Carlos Augusto. Geográficamente, se situaba en el centro de los territorios alemanes y en la encrucijada de muchas rutas postales -atestadas de viajeros y sacas de correo procedentes de Bohemia, Sajonia, Prusia, Westfalia, Frankfurt y otros lugares- que traían cartas, libros y periódicos repletos de los últimos escritos políticos y filosóficos.

Como muchas otras ciudades antiguas de Alemania, Jena seguía teniendo un aire medieval. En su centro había una gran plaza de mercado abierta y, justo después, al norte, se alzaba la enorme iglesia de San Miguel, con su torre dominando el horizonte. En la zona nordeste de la ciudad, a una manzana de la iglesia, se encontraba el Castillo Viejo, que en su día fue la sede de los gobernantes del ducado, pero que por aquel entonces apenas se utilizaba, ya que la corte se había trasladado hacía tiempo a la cercana Weimar, a veinticuatro kilómetros al noroeste. En el extremo opuesto, en la zona sudoeste, se levantaba la universidad, el verdadero centro de gravedad de Jena. Alojada en un antiguo convento de dominicos, contaba con una biblioteca de más de cincuenta mil volúmenes, junto con un refectorio, una cervecería y residencias varias, aunque la mayoría de los estudiantes se alojaban y comían en la ciudad. Jena y su universidad eran un lugar de paso. La gente iba y venía, se enamoraba y se desenamoraba, dejando tras de sí un rastro de escándalos, hijos y corazones rotos: una cuarta parte de los nacimientos acaecidos en Jena eran ilegítimos, una cifra asombrosa, si se compara con el dos por ciento de estos en el resto de los territorios alemanes.

Que el corazón de Jena era su universidad se notaba de inmediato. La ciudad no solo contaba con una próspera economía local de encuadernadores, impresores, sastres y tabernas, sino que, con sus ochocientos estudiantes residentes, allí se consumía más té, café, cerveza y tabaco que en cualquier otra ciudad alemana del mismo tamaño.

Aunque la comida que se servía en las tabernas de Jena tenía fama de ser incomestible, los estudiantes insistían en que sus mentes, en cambio, se alimentaban con la mejor de las viandas: “Aquí”, dijo un estudiante, “las antorchas del saber arden sin descanso durante todo el día”.

La literatura estaba en todas partes. Además de la biblioteca de la universidad, había una biblioteca de préstamo con más de cien publicaciones periódicas alemanas e internacionales, así como siete librerías bien surtidas. Caminando por las calles empedradas en una cálida tarde de verano, se oían, aquí y allá, fragmentos de conversaciones sobre filosofía y poesía, así como el sonido de violines y pianos. Y luego, bien entrada la noche, cuando las jarras de cerveza vacías cubrían las superficies de las mesas de madera de las numerosas tabernas de la ciudad, los estudiantes discutían sin parar sobre arte, filosofía y literatura. Después de ocho o nueve botellas de cerveza, rememoraba un estudiante danés, los jóvenes alborotadores volvían a casa tambaleándose por las calles, y se despertaban con la cabeza dolorida a primera hora de la mañana para correr a los auditorios, a las salas de disecciones y a las de reuniones para aprender de sus profesores, jóvenes y radicales. Sin teatro, ópera, auditorios de música o galerías de arte, había pocas distracciones, y los estudiantes se veían prácticamente obligados a estudiar, a falta de otra cosa que hacer.

Jena era un sitio agradable. La ciudad se había expandido más allá de las desmoronadas murallas medievales, con más casas, jardines, viveros y campos. Al norte, también fuera de las antiguas murallas, se encontraba el nuevo jardín botánico, ideado por Goethe. Había también un camino serpenteante, apodado el “Paseo del Filósofo”, para los que quisieran pasear y pensar. Los sembrados y los viñedos trepaban por las colinas de los alrededores y, en lo alto, descollando por encima de todo, se alzaba el Jenzig, una pequeña montaña con una distintiva forma triangular, visible desde casi cualquier punto de la ciudad.

Al sur, los caminos serpenteaban por un parque boscoso que los lugareños llamaban “el Paraíso”. Aquí, a orillas del río Saale, los árboles bordeaban el terraplén de suave pendiente y los pescadores echaban al agua sus cebos. En primavera, la floración púrpura de las anémonas y las prímulas amarillas alfombraban la hierba. En verano, las cervecerías hacían su agosto, con los juerguistas acompañados por la serenata de una orquesta de ruiseñores que prodigaban sin cesar sus crepusculares trinos, silbidos y gorjeos. Y en invierno, los estudiantes podían distinguir al gran Goethe patinando sobre la superficie helada del río. Pero ¿cómo llegó esta localidad pequeña y rural a convertirse en el crisol del pensamiento contemporáneo, en el “reino de la filosofía”, tal como la llamó Caroline?

ANDREA WULF, AUTORA DE MAGNIFICOS REBELDES

DE LA LIBERTAD A LA BATALLA

¿Por qué Jena? Es más, ¿por qué Alemania? La respuesta es que, a finales del siglo xviii, no existía, como tal, una Alemania unificada, sino un mosaico de más de mil quinientos estados, desde pequeños principados hasta grandes feudos gobernados por dinastías poderosas que competían entre sí, como los Hohenzollern en Prusia y los Habsburgo en Austria.

Este colorido mapa era el llamado Sacro Imperio Romano Germánico, que, en palabras del pensador francés Voltaire, no era ni santo, ni romano, ni imperio. Pero sí el hogar de casi treinta millones de almas gobernadas por unos pocos.

Una intrincada red de barreras aduaneras, diferentes monedas, medidas y leyes, dividían esta entidad política. Las carreteras, terribles, y los servicios postales, poco fiables, dificultaban la comunicación, la unificación y la modernización del territorio. El poder no estaba centralizado, sino en manos de príncipes, duques, obispos y sus cortes repartidas por este vasto rompecabezas. A diferencia de Francia, Alemania no era un Estado gobernado por un único rey desde su distante trono, pero esto no significaba que sus dirigentes fueran menos despóticos o más indulgentes.

Sin embargo, esta fragmentación tenía algo a favor, algo totalmente involuntario: la censura era mucho más difícil de aplicar que en las grandes naciones administradas de forma centralizada, como Francia o Inglaterra. Cada estado alemán, por pequeño que fuera, contaba con su propia legislación. Además, en Alemania había más universidades que en ningún otro lugar, con unas cincuenta de ellas frente a las dos únicas de Inglaterra: Cambridge y Oxford. Es cierto que algunas eran minúsculas, pero su abundancia facilitaba que las familias menos ricas pudieran enviar a sus hijos a estudiar.

Los alemanes eran también fanáticos de la lectura. Las tasas de alfabetización se dispararon y, a finales del siglo xviii, Prusia y Sajonia eran los lugares del mundo con menos iletrados entre su población. “No existe ningún país donde se lea tanto como en Alemania”, dijo alguien que estaba de paso por allí. Los artesanos, las criadas y los panaderos leían con la misma avidez que los profesores universitarios y los aristócratas. El apetito por las novelas era enorme y, en las tres últimas décadas del siglo xviii, el número de autores se duplicó: en 1790, había en Alemania la asombrosa cifra de seis mil escritores que publicaban sus obras. El mercado de los libros era cuatro o cinco veces mayor que el de Inglaterra, por lo que aquel tiempo llegó a ser conocido como la “era del papel”.

NOVALIS, EL ICÓNICO POETA DEL GRUPO DE JENA

Países como Francia, España e Inglaterra contaban con poderosas monarquías y, a través de sus colonias, se extendían por todo el mundo. Estados Unidos tenía su salvaje Oeste, inexplorado aún. Pero en Alemania todo era pequeño, todo estaba fragmentado, encerrado en sí mismo. La imaginación de los alemanes se alimentaba de palabras y, gracias a los libros, gracias a aquellos caracteres negros que poblaban las páginas impresas, podía viajar a países lejanos y a nuevos mundos. En la mayoría de las ciudades alemanas no faltaban las bibliotecas de préstamo y los clubes de lectura, y en cada esquina se podían comprar folletines y novelas por un precio muy asequible. Los libros estaban por todas partes.

Pero, aun así, ¿por qué Jena? La respuesta, según Friedrich Schiller, era la universidad. En ningún otro lugar, decía, se podía disfrutar de una libertad tan auténtica. En el momento de su fundación, en el siglo xvi, la universidad y la ciudad de Jena formaban parte del electorado de Sajonia. A lo largo de las generaciones, las complicadas normas de sucesión propiciaron que varias partes del estado se dividieran en parcelas cada vez más pequeñas para los herederos varones. En la década de 1790, la universidad estaba en manos de no menos de cuatro duques sajones diferentes, siendo Carlos Augusto de Sajonia-Weimar el rector nominal. Pero, en realidad, no había nadie al mando.

Como resultado de ello, los profesores de Jena gozaban de mucha más libertad que en cualquier otro lugar de Alemania. No es de extrañar que aquí, en Jena, las ideas visionarias de Immanuel Kant encontraran un terreno fértil. El Allgemeine Literatur-Zeitung de Jena, por ejemplo, se había fundado en 1785 con el propósito expreso de difundir la filosofía de Kant. Tal como señaló un visitante británico, Jena era “el lugar de moda de la nueva filosofía” y una ciudad en la que los lectores discutían sobre el pensamiento de Kant con la misma pasión que otros sobre las novelas populares.

El rey de los filósofos sostenía que eran la mente y la experiencia humanas las que daban forma a nuestra comprensión de la naturaleza y el mundo, y no las reglas escritas e impuestas por Dios. En lugar de buscar verdades absolutas o el conocimiento objetivo, Kant dirigió su atención a la subjetividad y a lo individual. “Atrévete a conocer”, escribió en 1784 en “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”. Kant instó al hombre a salir “de su inmadurez autoimpuesta”. “Cultiva tu propia mente”, escribió, “no se requiere nada para ilustrarse, salvo la libertad”. Y eso fue, ni más ni menos, lo que los estudiantes y los profesores de Jena se propusieron hacer.

Aquel ambiente liberal atrajo a pensadores progresistas desde los estados alemanes más represivos. “Los profesores de Jena son casi por completo independientes”, observaba Schiller; otro académico dijo también: “Aquí tenemos total libertad para pensar, enseñar y escribir”. Por supuesto, esto no significaba que los intelectuales de Jena pudieran hacer lo que quisieran –las voces disidentes no comulgaban con eso que ellos consideraban una “insensata obsesión por la libertad”–, pero sí que gozaban de un margen mucho mayor para expresarse. Pensadores, escritores y poetas que habían tenido problemas con las autoridades en sus estados de origen acudían a Jena, atraídos por la apertura y las relativas libertades que ofrecía la ciudad universitaria. En consecuencia, en la última década del siglo xviii, vivieron en Jena más poetas, escritores, filósofos y pensadores famosos, en proporción a sus habitantes, que en ninguna otra ciudad antes o después.